Desde que nacen los niños
aprenden a imitar, está en juego su supervivencia, así que imitarán lo que ven
a su alrededor, copiarán modelos de esos seres que le satisfacen sus deseos
tanto físicos como psíquicos: sus padres, o quien haya realizado esta labor, si
por broma pesada del destino, no les ha “tocado” crecer y desarrollarse con
padres de verdad. Y bajo éste prisma irá percibiendo el mundo, las palabras que
ellos usen serán palabra de santo para el pequeño y se incrustarán en su
inconsciente de una forma indeleble, sobre todo si van reforzadas por estímulos
sensoriales (¡eres tonto! y zas, cachete). Cuando lo valoren, cuando lo
juzguen, cuando opinen de otras personas, cuando emitan su veredicto sobre
cualquier cosa que ocurra en el día a día…todo quedará grabado. Y con la marca
de la verdad. Lo ha dicho mi padre, o mi madre. La imaginación del niño es
portentosa, en las primeras etapas no distingue la realidad de la fantasía y,
por otra parte, es lógico, acaba de llegar a éste mundo que se vive a través de
los sentidos y aún no le ha dado tiempo a experimentar lo suficiente como para
comparar y sacar conclusiones.
De ahí la importancia tan grande
de lo que decimos y hacemos con los niños y niñas, de ahí también la
importancia tan grande de cuidarnos, aceptarnos, curarnos para poder transmitir
algo que haga que los más pequeños entren en la vida con la mirada limpia,
alegre, confiada y deseosa de nuevas y mejores experiencias. Es que se lo creen
todo y así ha de ser.
No hay comentarios:
Publicar un comentario