miércoles, 4 de febrero de 2015

LA PÉRDIDA

“No hay nada más amado que lo que perdí”, cantaba Serrat y quizás tenga razón. Todos afrontamos pérdidas, todos los días y a todas horas. Perdemos células (las cambiamos por otras nuevas), pelo, uñas, juventud, posesiones, amigos, seres queridos… Pero hay pérdidas que nos duelen  y otras que no. Y todas son lógicas, necesarias, es la dinámica de la vida.

El problema viene cuando tenemos que afrontar pérdidas que no queremos aceptar, cuando el dedo del destino señala en el lugar más inesperado o a la persona más querida. Entonces caemos en el abismo y no hay comprensión ni creencia que nos consuele, no aceptamos lo que nos llueve con rabia. A nosotros, no. A mí no me puede pasar algo así. He sido bueno, buena ¿por qué entonces éste golpe tan mezquino? ¿Dónde está Dios? ¿De qué va todo esto? ¿Qué hago aquí? ¿Por qué sigo vivo? ¿Por qué sigo viva?

Estas mismas preguntas nos las hacemos cuando presenciamos atónitos el gran desastre  que el humano provoca con guerras inadmisibles en las que siempre sufren los más débiles y desfavorecidos. O cuando no somos capaces de ayudar a los que mueren de hambre por las eternas sequías, y no será por falta de recursos en todo el planeta.

Es entonces cuando, si nos recluimos en nuestro interior, y conseguimos un poco de calma en los aullidos de nuestros lobos personales, podremos percibir con algo de nitidez que la vida es lo que es, que tiene una lógica interna difícil de comprender, unas leyes inexorables exentas de moralidad o compromiso, que el hálito que todo lo interpenetra está más allá de nuestra estrecha visión y de nuestros apegos esenciales. Entonces sólo nos queda respirar el momento y hacer nuestra aportación al universo, construir nuestro bosque, metáfora de la creación, ordenar nuestro alrededor con una sola intención: hacer que la vida fluya sin pretender que haga los meandros que a nosotros nos interesa. Aceptar el curso de éste río vivificador y navegar con él hasta el océano, último refugio tras el último suspiro. Y sonreír en silencio ante tanta magnificencia.


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