Una carpa brillante y colorida
acampa, como la reina de corazones, en medio de la nada. Un murmullo de bravos,
oh, ah, platillazos, redobles de tambor, la trompeta del silencio y un ritmo
final de éxito grandioso, se escapa por las costuras de la tela cosida a prueba
de tifones de bajo nivel. Es el circo. Ese espectáculo que cabalga a lomos de
caballos con ritmo militar, que pende de cuerdas de trapecio y se constipa
cuando se quita la nariz roja. Hasta aquí bien. Es conocido por todos.
Pero ¿qué pasa cuando el circo lo
ocupan chicos y chicas en riesgo de exclusión social? Chavales de corta vida y
larga marca en la carrera del dolor. ¿Qué ocurre cuando se atreven a entrar en
la pista sin más arneses que su mirada desconfiada? Pues que la magia del circo
se rinde a sus pies. El circo estira sus largos cables para sujetar su baja
autoestima. Acoge a estos niños con la firmeza de un padre justo, con la
seguridad de una madre amorosa. Les pone a prueba contra ellos mismos. Aquí no
se compite más que con los miedos e inseguridades personales. La medalla a
ganar es la de su propio reflejo vestido de orgullo por haber subido a lo más
alto, por haber rodado sobre bolas inmensas, por haber andado por la cuerda
floja (la otra, la de mentirijillas) y al final queda el regocijo de haberlo
logrado y, si hay público, su aplauso, si no, la mirada vibrante de los
compañeros porque ellos también subieron un peldaño más, cada uno el suyo. Es
entonces cuando cobra sentido un arte como éste, solidario (si no fuera así no
habría trapecistas, por ejemplo), emotivo, justo (a cada cual según su
fortaleza y decisión), vital. Y cada día bajo la carpa es una oportunidad más
para estos chicos y chicas a los que la vida se ha propuesto retar sin tregua.
Una oportunidad para autoafirmarse y encontrar un sentido a su existencia. Solo
así subsistirán. El resto es crónica negra.
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