Un afinador de pianos toca una
tecla. Do. Un pianista toca la misma tecla. Do. Si estamos en el lugar donde
suena y escuchamos con atención, notaremos que hay un matiz que las diferencia.
La del afinador suena limpia, afinada, vibra en el aire y desaparece. La del
pianista sigue el mismo patrón pero lleva algo más, es la intención con que el
pianista la toca y esa intención puede ser una emoción, o un sentimiento que
envuelve la vibración sonora y se desplaza en el aire y nos invade para
comunicarnos lo que el pianista quería
expresar, quizás dictado por el compositor. Y esa es la gran cuestión. La
intención tiene un poder ilimitado. Para lo bueno y para lo malo. Pero lo
segundo no nos interesa aquí, porque seguimos creyendo en el ser humano, en su
bondad intrínseca.
Y aquí descansa la gran fuerza de
la solidaridad, la compasión (procede del latín cum-passio, y hace alusión al sufrimiento
compartido con otro) es uno de los vehículos que usa el amor para acercarse a
nuestro ser más profundo, ese que nos ríe e ilumina, ese que hace que demos
gracias a la vida y saludemos a la muerte en el instante postrero como una cosa
más que nos ha tocado vivir con gracia.
Y es desde ahí desde donde un payaso
de hospital se acerca a un niño o niña enfermo, tiene técnica, pero al servicio
de su clara y fina intención, que no es otra cosa que sentirse uno con el otro,
con su dolor, y hacerle un préstamo, envuelto en capas de divertida comedia, de
magia o música, un préstamo de dicha, de felicidad, de alegría por sentir la
vida fluir, de aceptación, de compromiso... Y ésta intención acapara el momento
presente y hace que por unos instantes florezca el gozo del encuentro. Es así
de bonito. Y es sencillo.
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